Como lleva ocurriendo desde hace millones de años, con la llegada del otoño muchas de las aves que han llegado a principios de la primavera para reproducirse entre nosotros, se marchan de nuevo hacia el sur, muchas de ellas cruzaran el estrecho de Gibraltar rumbo a África y algunas de ellas recorrerán miles de kilómetros hasta llegar al lugar donde pasaran nuestro invierno, ya que allí comenzará para ellas una nueva primavera.
Esto que acabo de comentar seguramente ya lo sabemos todos, o deberíamos saberlo. Pero hubo un tiempo no demasiado lejano, en el que la migración de las aves era un misterio, solo se sabía que, en unas determinadas fechas, unas especies de aves aparecían de golpe y pocos meses después desaparecían de nuevo. No se sabía lo que ocurría con ellas, si morían o si se escondían de nosotros. Durante mucho tiempo, el destino de esas aves fue un tema de discusión entre científicos, pero también llamó la atención de filósofos y poetas, que formularon todo tipo de teorías para tratar de explicar ese aparente misterio.
Aristóteles, en su “Historia de los animales”, que escribió en el año 343 a.C, afirmaba que las golondrinas pasaban el invierno escondidas en las cuevas, hibernando, para volver a salir en primavera. Linneo, que es más conocido por ser el padre de la taxonomía, al crear el sistema de clasificación binario (género y especie) de los seres vivos que seguimos usando hoy en día, también se interesó por el tema de la migración, y en su “Tratado sobre la migración de las aves”, publicado en 1757, sugería que las aves se sumergían en el fondo de los lagos para emerger de nuevo en primavera.
Además de esas teorías, las más conocidas, había otras muchas, como las que decían que las aves morían al final del verano para resurgir de nuevo en primavera, que se transformaban en otras especies, o incluso, como afirmaba Charles Morton, un profesor de física que en siglo XVII, que las aves migraban a la Luna, un viaje que se veía favorecido por la ausencia de gravedad y porque durante el trayecto se iban alimentando de su grasa corporal. Y no solo eso, como tenía conocimientos de física, aunque no sé cómo lo hizo, calculó que el viaje les llevaba un mes en cada sentido. Una de las pruebas que decía tener para justificar su teoría, era que algunas aves, como las arceas o becadas, que migran por la noche, caían del cielo repentinamente sobre los barcos que estaban en la mar, seguramente atraídas por las luces que llevaban.
Charles Morton, antes de formular su teoría, había leído un cuento satírico de Cyrano de Bergerac (el escritor real del siglo XVII en el que se basó el personaje de la obra de teatro de Edmond Rostand). Ese cuento, publicado en 1957, se titulaba “Viaje a la Luna”, y contaba la historia de un hombre, el propio Cyrano, que obsesionado con la idea de viajar a la luna lo intentó de todas las formas posibles hasta lograrlo. Un día, después de observar que el rocío se evaporaba por las mañanas, se levantó antes de amanecer y recogió todo el rocío en unos frascos que ató alrededor de su cuerpo. A medida que ascendía iba rompiendo los vasos para seguir subiendo, pero no consiguió su objetivo.
Obviamente ninguna de esas teorías era cierta, aunque servían para resolver el misterio, no haya duda. De todas formas, se empezó a sospechar que realmente las aves se marchaban lejos porque algunos cazadores, cuando evisceraban las aves que cazaban, encontraban en su estómago y su buche frutos que no eran propios de la zona en las que la habían cazado, ya fuera porque no los habían visto nunca o porque alguno que había viajado a otros sitios los reconocía como de esos lugares.
Pero la prueba irrefutable sobre la migración, que desentrañaba por fin el misterio sobre el destino de las aves en invierno, se conoció en 1822, en el norte de Alemania, cuando unos cazadores dispararon a una cigüeña y cuando fueron a recogerla comprobaron que llevaba una lanza que le atravesaba el cuello y que aun así había logrado sobrevivir y regresar de nuevo a Alemania, donde nidificaba. Los cazadores, llevaron el cadáver a la Universidad de Rostock, donde la lanza fue identificada como de procedencia centroafricana. Esa cigüeña permanece disecada en la en la colección zoológica de esa universidad y se la conoce como Pfeilstorch, que significa “cigüeña flecha”. Después de esa cigüeña se cazaron unas cuantas más que también llevaban una flecha clavada y habían logrado regresar a casa con vida (al menos hasta que les pegaron un tiro).
Actualmente ya nadie tiene dudas sobre la migración de las aves y hacia dónde se dirigen. Ahora resulta sencillo saberlo ya que disponemos de la tecnología necesaria para poder conocer sus rutas migratorias. En primer lugar, gracias al anillamiento, que consiste en colocar anillas con un código único en la pata de las aves, de forma que cuando son recuperadas de nuevo, o se vean las anillas a distancia, si tiene un código que permitan su lectura, puedan ser identificadas y la información pueda ser enviada al anillador.
También usamos desde hace pocos años dispositivos GPS que nos permiten seguir los movimientos a tiempo real de los animales que marcamos, como por ejemplo estamos haciendo nosotros con los cormoranes moñudos, ya que podemos incluso ver donde se encuentran con solo revisar el teléfono móvil.
Gracias a todos esos estudios actualmente disponemos de muchísima información de la que antes carecíamos, pero deberíamos ponernos en el lugar de todas las personas que antes de nosotros se devanaron lo sesos para desvelar el misterio de la migración de las aves.